Revista on line de viajes

dirigida por Josep Guijarro

Espido Freire

Un viaje me cambió la vida


Espido Freire es una de las escritoras más implicadas del panorama actual. Esta vasca nacía el 16 de julio de 1974 en Bilbao, ya en su más pronta infancia se interesó por las artes. Desde bien pequeña estudió música para continuarlo, en la adolescencia, con lecciones de canto. Licenciada en Filología Inglesa por la Universidad de Deusto, y diplomada en Edición y Publicación de Textos, desde siempre ha estado interesada en la literatura. Lo demostró participando, en la época universitaria, en distintos talleres literarios, haciendo que más tarde la pedagogía en la creación literaria formara parte de su vida.
Conocida a gran escala después de que su novela “Melocotones helados” ganara el Premio Planeta de 1999, convirtiéndose en la ganadora más joven, ya había comenzado la andadura como escritora en 1998, con “Irlanda”.
Acaba de publicar “Soria Moria”, con el que ha sido galardonada con el premio Ateneo de Sevilla 2007. Su obra es conocida internacionalmente y es considerada una de las mejores escritoras jóvenes de nuestro tiempo.
Es una mujer activa, que aparte de escribir novelas y poemas, colabora con varios medios de prensa nacionales, como El Mundo, ADN, Onda cero, Cadena Ser y en televisión cada vez que quieren contar con ella, así como en revistas. Sin olvidar una de sus pasiones, los viajes.

-¿Viajar es un placer?
Y un lujo. Claro, que casi todos los placeres son, en realidad, un lujo. Si fuera realmente rica es posible que no dejara de trabajar, pero lo que tengo clarísimo es que dedicaría mucho más tiempo a viajar, más tiempo, más lejos, más elaborados...

-Tu trabajo te lleva a viajar mucho, ¿cuál es el lugar que más te ha impactado?
Los campos de refugiados de Tinduf. No viajé por trabajo en esa ocasión; formaba parte de una caravana humanitaria que llevaba juguetes a los niños. Había visto pobreza extrema en México, y la ví luego en Filipinas, pero nunca una dependencia tan terrible de la ayuda externa. Lamento decir que regresé con una idea muy distinta de los dirigentes saharauis. No me parecieron a la altura de su pueblo.

-Cuando viajas por trabajo, ¿dejas tiempo para las visitas del placer?
A menudo no es posible: son viajes breves, muy determinados por conferencias, o encuentros, o entrevistas. No depende de mí, sino de la organización que me invita. En ocasiones sí puedo hacerlo; en el peor de los casos, al menos, ya conozco el lugar y puedo planear un viaje futuro. O descartarlo de pleno.

-Sé que estos son tus lugares preferidos, la Patagonia Chilena, Noruega, Estambul, Manila y Tokio. Dime una cosa de cada uno de ellos.
La Patagonia pudo haber supuesto un cambio de vida, pero no lo hizo. Noruega no hubiera debido cambiarme, pero lo hizo. Estambul era azul y sonora, Manila amarilla y polvorienta. Tokio me permitió viajar al futuro por unos días.

-Como has dicho, la Patagonia te marcó. ¿Qué tiene que no tenga Tokio?
Focas. Bueno, posiblemente el zoo de Tokio tenga focas... espacio, espacio infinito, silencio, algo agreste en cada elemento... Recuerdo las excursiones a tierra (la recorrí en barco), un león marino que vimos con una profunda herida en el cuello y que dejamos sin curar, porque la vida debía continuar con su propia crueldad.

-Y, ¿Qué tiene Tokio que no tenga la Patagonia?
Modernidad. En La Patagonia el tiempo no existe. Todo ha sido para siempre o lo será. En Tokio el movimiento no cesa. Soy yo la que viene del pasado allí. Recuerdo la extrema cortesía de la que disfruté. Cuando regresé, a través de Milán, todo el mundo me parecía grosero.

-¿Qué imagen tienes en la mente de aquel viaje a Chile?
El mar, el color del mar. Lo cierto es que la gastronomía fue excelente, también, una escena repetida sería la comida en el barco en el que realicé el crucero, pero sobre todo, el tono del hielo y el mar. Las fotografías no lo recogen. Y el olor...

-Miraste las Torres del Paine, tu primer pensamiento fue para…
Sentirme muy pequeña. Y un poco de miedo. Nos habían contado tantas historias terroríficas de viajeros imprudentes y desobedientes...

-El cielo, dicen, que el Cono Sur es diferente, ¿es cierto?
El suelo sí lo es. Era imposible reconocer ninguna planta, ni la composición de la tierra, ni las pequeñas piedras. Resulta indescriptible: como si se hubiera pasado a través del espejo.
-Has viajado a lugares fríos, Noruega y Patagonia, ¿con cual de ellos te sientes más identificada?
Bueno, Noruega es la civilización más extrema. Posiblemente sea más fácil sentirse identificarse con ella, porque resulta algo conocido. Hablan perfecto inglés, muchos veranean en España, los códigos sociales son similares. Echo mucho de menos vivir en Noruega. Me encantaría regresar.
-Manila es una ciudad de contrastes, ¿la viviste de la misma manera?
Manila es una de las pocas ciudades que me han hecho sentir rica, y avergonzada de serlo. Aproveché para escaparme con alguna poeta más a darnos varios masajes, y pedí a los escritores varones que me llevaran a un burdel. La humedad, la contaminación, la huella española, los jazmines que los niños nos vendían por la calle... las descripciones de Manila no terminan nunca.

-¿Eres de las que come los platos típicos del cada lugar?
Sí, siempre que no lleven cebolla. Soy alérgica. Salvo eso, como de todo. Creo que no me atrevería con perro o gato... tengo serios prejuicios. Pero no es un plato que me ofrezcan con frecuencia.

-Me queda preguntarte por Estambul, ¿te dejaste algo en aquella ciudad Turca?
Muchas cosas. Mi anterior novio había crecido allí. Era hijo de diplomáticos, y había pasado parte de su infancia entre Irán y Turquía. Me contó sus experiencias, y luego yo viví las mías a través de su visión. Recuerdo los gatos del hotel (me encantan los gatos, tengo cuatro), los pensamientos, el canto que llamaba a la oración de la noche. Hasta ese viaje no había conocido ningún país de mayoría musulmana, y no sabía cómo actuar. Encontré a una traductora encantadora, Zeynep, que me enseñó la ciudad moderna y la más antigua. Nunca me han mirado los pies (llevaba sandalias) como en esa ciudad.

-Todos tenemos un viaje idílico, ¿lo has realizado o tal vez estás pensado aun en él?
Uno que a priori no lo parecía... en agosto de 2000, a Molde, Noruega. Todo lo bello, todo lo que podía desear, ocurrió en él. De no haberlo realizado, no me hubiera ido a vivir allí. Ahora, si lo analizo con frialdad y en la distancia, no fue tan maravilloso. Pero entonces fui plenamente feliz.

-El tiempo es algo que siempre nos falta, en cada viaje lo sacas para…
Un baño con calma, en el hotel, o en los baños públicos, en la piscina, en el mar... depende del lugar. No necesito que sea lujoso, sólo agua y soledad. Y para leer.

-¿Eres de las que traes detalles de tus estancias?
Sí... bueno, ahora menos. Compro algo para mi casa, campanas para mi hermana, o algo para alguna amiga, si lo veo adecuado. Antes regresaba como de una expedición, con regalitos para todo el mundo. No es que me haya vuelto más tacaña, es que valoro mucho más viajar sin peso.

-¿Dejas amigos en cada ciudad?
A veces sí. Al menos, intento dejar un buen recuerdo. Procuro ser amable, cortés, respetuosa. Lo que sí es fantástico cuando regresas por trabajo, es que cuando ha existido una amistad, o un atisbo de la misma, puedo profundizar en ella.

-Hablando de dejar, en cada uno de esos trayectos ¿qué dejas atrás?
Prejuicios. Ideas estancadas. Mucha energía, también suelo regresar cansada y siento que mi casa no es la que quiero, ni mi vida la que deseaba... cada viaje, sobre todo si ha sido largo, o difícil, obliga a crecer.


Una entrevista realizada por: Patricia Hervías
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