Los 32 rumbos - revista on line de viajes | |||
Escapada / España | |||
Fuerteventura | |||
El rojo de la tierra | |||
Sus ondulados perfiles se entremezclan con negros guijarros que luchan por dejarse ver en la carretera sorteando las blancas arenas que el viento ha traído desde el Sahara. Fuerteventura es sol, aire, playas inmensas y tranquilidad absoluta, en un entorno absolutamente marciano. |
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Texto: Patricia Hervías Fotos: Josep Guijarro
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Cuando el avión aterriza en el aeropuerto de Fuerteventura, parece que pongo los pies en pleno planeta Marte. Sus rojizas colinas onduladas y sus áridas tierras (Fuerteventura alcanza tan sólo una precipitación de 243 Hm3 al año), me hacen sentir que arribo a nuestro vecino cósmico en lugar de una de las siete islas de las Canarias. He cambiado de mundo. Estoy en la más árida de las islas afortunadas, también es la más cercana al continente africano y la segunda más grande del archipiélago. Gracias a la erosión vivida durante su existencia, podemos disfrutar de sus extensas planicies áridas con campos de lava, dada su historia volcánica, perfectas para disfrutar de un cambio de aires dentro de nuestro país. Pero lo cierto es que en esta eólica isla, lo más preciado son sus extensas playas que llaman a los viajeros con espíritu más aventurero, para disfrutar de todo tipo de deportes que tengan que ver con el mar y el aire. La isla de Fuerteventura tiene una serie de atractivos que hacen de sus parajes tierras salvajes, de la que los aborígenes supieron aprovechar para vivir en ella. De esos sucesos queda constancia en la Crónica de la Conquista, donde se cuenta, entre otras cosas, como los aborígenes usaban los cocederos naturales que tiene la isla para cuajar las primeras sales marinas para el uso humano. Doy fe de ello visitando el municipio de Antigua, donde se extienden las salinas de El Carmen, construidas hacia el año 1910, y donde hoy se erige un centro museístico que muestra una visión general de la cultura generada en torno a la sal. Este lugar es ahora visitado por cientos de turistas al año que se interesan por conocer las distintas manifestaciones culturales creadas por los seres humanos para obtener este producto necesario para la vida. Al día siguiente tengo oportunidad de visitar la montaña sagrada para los aborígenes: el cerro Tindaya, formado básicamente de traquita, un mineral muy difícil de hallar en superficie. En este lugar se reunían los majoreros (los nativos de la isla) las noches de luna llena, cuando el Teide era visible, para realizar rituales sagrados para su tierra. Es curioso ver la forma de vida de las gentes de allí, ya que a pesar de la poca lluvia, se dedican a trabajar la tierra de una u otra manera. Ya sea mediante líquenes que son usados para ropas y sedas o la cría de chinchillas en las chumberas, que se venden al mundo de la alta cosmética como color carmín o del cultivo del tan hoy en día famoso Aloe Vera. Me lo cuenta el anciano Miguel que, a sus 89 años sigue pastoreando a sus cabras y cuidando sus chumberas para la obtención del carmín. Paseando por las dunas Es impresionante ir por cualquiera de sus carreteras, ya que el aire trae arena del Sahara y puedes estar perfectamente divisando el azul del mar, el negro de la roca volcánica y el color del polvo desértico africano. Por esas mismas vías dunosas, llegamos hasta El Cotillo, donde existe un pequeño puerto delimitado por el roque de los pescadores y un altísimo rompeolas que queda obsoleto ante la furia del mar. A lo lejos puedo divisar el Tostón, un torreón que servía tanto de defensa como de prisión para los osados piratas que surcaban estos mares. Lo curioso es que puedo ver también todos los hornos de cal que dejaron a la isla totalmente deforestada. Me dirijo ahora a Betancuria, no sin hacer una parada en el mirador de Morro de Velosa ideado por el famoso César Manrique que tiene unas vistas impresionantes. Me alejo dejando atrás un monumento a los dos reyes aborígenes que poblaron la isla, el Rey Guize y el Rey Ayoze, y cuyos reinos estaban separados por un muro del que hoy aun quedan restos. Los conquistadores La ciudad de Betancuria es fundada en 1404 por Jean de Bethencourt y Gadifer de la Salle, convirtiéndose en el primer asentamiento de la isla, por lo tanto la ciudad más antigua, y capital, siendo sede de diversos órganos gubernativos, religiosos y administrativos en la época. Y que lo situaban en un valle con un riachuelo, hoy seco, que lo dotaba de la vida necesaria para poder habitar en él. La belleza que la isla suda por sus cuatro puntos cardinales, contrasta con la extrema dureza de sus paisajes y tierras, donde los majoreros viven sus tranquilas vidas rodeados de turistas en busca de deportes extremos, golf y playas desiertas. Estas últimas ideales para sentarse, mirar a lo lejos y dejar que el rumor del salvaje mar Atlántico te envuelva. |
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Reportaje publicado en nuestra edición número 5, de mayo 2010. http://www.los32rumbos.com Todos los derechos reservados. |
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