Los 32 rumbos - revista on line de viajes
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Destinos / Italia
Costa Amalfitana
La joya de las dos sicilias
Recogida entre las piedras, escondida entre los riscos... la llegada a este mágico y emblemático enclave es casi una iniciación. Lugar de inspiración para numerosos artistas y literatos, la Costa Amalfitana esconde toda la esencia del Mediterráneo.
Texto: Patricia Hervías Fotos: Josep Guijarro
Llegar a cualquier pueblo de la Costa Amalfitana requiere entereza, aplomo y un buen estómago. Y yo, lo reconozco, no lo poseo. Tengo mi propia forma de intentar que las serpenteantes carreteras no revoloteen cual mariposas perdidas en mi estómago y que las estrechas vías no me asusten. A veces es mejor cerrar los ojos y dejar que los experimentados conductores de la zona nos guíen con buen tino. Y eso fue exactamente lo que hice, al llegar con las luces del atardecer al hotel donde me hospedaba.
En mi camino hacia la zona, la calzada parecía romper parte de las montañas, cuyas laderas, a su vez, están repletas de cultivos. En ellas sobresale un color en medio de telas negras: el amarillo. Porque la Costa Amalfitana es la proveedora oficial de una de las bebidas más conocida de toda Italia: el limoncello. Grandes limones acompañan mis pasos por los intrincados caminos, son de un tamaño descomunal y su uso está casi limitado a ese elixir amalfitano que anega las papilas gustativas. Despertando del ensoñamiento por culpa de las serpenteantes vías, el mar aparecía tras cada curva iluminado por el sol poniente.
El silencio es aterrador desde la ventana de mi habitación y sólo el mar contra las rocas, es capaz de romperlo mientras veo como un pescador regresa con sus nasas recogidas en la barca. No tiene prisa, el mar le mece hasta el pequeño embarcadero que le llevará a una aldea junto a alguna brecha en la roca. Cierro la ventana cuando comienzan a encenderse algunas luces en el exterior. Y decido tomar algo en la cafetería del hotel.

Repúblicas Marítimas
A la mañana siguiente regreso a las sinuosas vías que nos pasearían por los riscos de la costa, hasta llegar a la bella localidad de Amalfi. Ciudad marítima que durante la Edad media fue potencia marinera junto con Génova, Venecia y Pisa. Su ducado fue esplendoroso y la República Amalfitana depositaria de gran poder. A ese poder político y económico se le unió el gran conocimiento que de la agricultura demostraron, trayendo tierra de las mismas orillas del río Nilo, conocidas por su buen sustrato para el cultivo. Pero como todos los grandes “imperios” (entrecomillado por no serlo), tienen adversarios que ayudaron a su caída. Pisa, enemigo mortal ayudó a su definitivo fin como potencia marítima y dos siglos más tarde un maremoto rediseñó el puerto y la ciudad. Y es ahora cuando en algunas calles encaramadas en la roca, se recuerda la historia de un pueblo que fue grande, muy grande. Y para inmortalizarlo, en la entrada al mismo, se conmemora, con una estatua, la magnificencia del inventor de la brújula, Flavio Gioia. También es cierto que sus vías están abarrotadas de gente, seguro que incrédulas al conocer la realidad de esta ciudad y reconocer que no es tan grande como esperaban. En ese caso yo digo, ¿qué más da? Si el espíritu de aquella grandeza sigue escondido en cada rincón, cada camino, cada escalera que nos llevan a un pasadizo o una pequeña plaza fuera del bullicio del turismo.
Y es allí, en la plaza del Duomo, o de San Andrés, con la grandiosa catedral del siglo IX y cuya escalinata árabe-normando preside una entrada arrolladora de estilos varios, con un hermoso claustro y lo más interesante, una cripta donde se guardan parte de los huesos del santo, que es patrón de Escocia, entre otros, y a su vez de los masones. Muy ligado a las historias de cruzados. Hoy aun intentando recordar mejores tiempos, se celebra en primavera una regata que cada año pasea por las antiguas repúblicas marineras, siendo este año anfitrión la hermosa ciudad de Amalfi. Tiene alma, un ánima que se pasea altanera por las intrincadas calles de una ciudad que fue grande entre las repúblicas marineras.

El Glamour Positano
Al contrario que Almalfi, cuya entrada al pueblo se hace desde la playa, Positano se esconde en ella. Nada que ver con la antigua magnificencia de aquella capital de la república, pero, tal vez, sin aquella alma de grandiosidad. Positano está encaramado en las rocas, no hay casi vehículos entre las intrincadas calles. Es un lugar de vacaciones, exclusivo si acaso. Es la Costa Amalfitana en estado puro. Travesías llenas de escaleras que se convierten en tiendas ropa, repletas de vestidos realizados en los laureados tejidos de la zona, desde colores blancos a los más atrevidos. Sus precios, también son para atrevidos. Pero ya elegido por Armani o Versace para las presentaciones de sus colecciones, da una imagen de lo que podemos encontrar en este pueblo cuya playa de piedra negra, tiene algo que enamora hasta el punto de mirar al infinito, mientras se toma una ensalada con ese queso de búfala, que en pocos lugares puede encontrase mejor que aquí. Positano es como la vida, llena de rincones donde encontrar un momento de felicidad. Sino que se lo pregunten a muchos de los famosos que allí van de vacaciones o hasta hace poco tenían una casa o isla, tales como Sofía Loren o Rudolf Nureyev.

Los jardines de Klingsor
Viajar por la Costa Amalfitana es un ejercicio de subidas y bajadas, de sinuosos caminos que serpentean entre las piedras y, que en la mayoría de las ocasiones, despiertan la curiosidad que te hace desear entrar en cada señalización de desvío. Eso me ocurrió en Ravello, indicaba aquella señal, una pequeña ciudad medieval que se encuentra mirando al mar, lleno de villas y lugares para disfrutar de la puesta del sol. Un lugar evocador, que sólo se ve interrumpido cuando llega algún crucero, aunque la tranquilidad se impone.
Hay que disfrutar de sus rincones sin prisa, con todos nuestros sentidos en alerta. Huele a limón y es refugio de músicos, escritores y actores. Hablamos de una ciudad lujosa, que guarda el esplendor en el alma de cada edificio, ya que la ostentación se deja a los rincones con más historia, a las vistas sobre la bahía, a los jardines, a la cocina, en resumen, a la privacidad de la ciudad.
Su plaza principal, la Piazza Vescovado, tiene varios secretos en ella. Un hermoso mirador que muestra a los visitantes el placer de vivir en el “aire”, una hermosa iglesia, el Duomo. Ésta tiene un par de joyas entre sus paredes que la hacen especial, una de ellas es un pulpito con unas columnas de mármol espectaculares o la sangre de San Pantaleón, cuya licuación esperan ansiosos los ravellesi como símbolo que ese año será bueno. Como buena, es la ubicación de una de las villas más hermosas de la Costa Amalfitana, Villa Rufolo.
Realizada por la poderosa familia Rufolo en el siglo XIII, acabó en manos del botánico escocés Francis Neville Reid en el siglo XIX, quien restauró la villa y los jardines, dejando a un lado el gusto islámico con el que fue conocido, pero que dio vida a una de las mejores óperas de la historia. Situada al lado del mar, casi colgada en el aire, es un conjunto de edificios en tres plantas, unido por jardines y patios, de inconfundible estilo morisco, que da paso a otro jardín, en este caso con una espectacular vista.
Y fueron estos arcos, el verde vergel el que embelesó a Wagner y la convirtió en historia, mientras trataba de imaginar cómo sería el jardín de este acto: “Parsifal se dirige a luchar contra Klingsor en su castillo, y al caer todas las murallas de aquel lugar, se dio pasó a un lujuriante jardín mágico, nido de placeres, poblado por muchachas-flor. Parsifal se ve asaltado por la tentación de las doncellas, que le ofrecen una vida deliciosa e intentan despertar en él deseos sensuales. Pero él sabe triunfar sobre las carnales tentaciones y recordando el Santo Grial se dispone a huir, cuando le detiene Kundry, para hablarle de su madre Herzeleid y despertar en Parsifal anhelos amorosos. Kundry, despechada al verse repudiada, maldice a Parsifal y pide a Klingsor que le mate. El mago arroja fieramente la lanza sagrada contra el joven caballero, mas el arma queda suspendida en el aire sobre la cabeza de Parsifal. Éste la empuña y al trazar con ella el signo de la cruz, el mágico jardín queda súbitamente destruido.”
Y tardó poco tiempo en saber cual sería, en el justo momento que Wagner visitó los jardines de esta villa italiana. “Así quiero que sean los Jardines de Klingsor”, pudo decir a su escenógrafo cuando le llevó allí.
Cerramos los ojos, escuchamos el sonido de los pájaros, y las olas rompiendo en el mar, todo parece desaparecer alrededor nuestro, así como las murallas del castillo de Klingsor.
Historia al margen, la ciudad de Ravello se ha consagrado como destino turístico cultural. Ya que en este hermosa villa celebra todos los meses de julio un festival wagneriano, pero las citas musicales, de todos los estilos, se dan desde marzo hasta noviembre y en ocasiones comparten cartel con las literarias o filosóficas.
La Costa Amalfitana es un conjunto de sensaciones que se quedan prendidas en el alma. El mar, el sol, la gente, el olor y sus sinuosas carreteras se quedan impregnadas en la piel. Cierro los ojos y estoy allí…

Reportaje publicado en nuestra edición número 7, de junio 2010. http://www.los32rumbos.com
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