Los 32 rumbos - revista on line de viajes | |||
Escapadas / Portugal | |||
Lisboa | |||
Eterna juventud | |||
La capital portuguesa ha sabido conjugar a la perfección tradición y modernidad. A pesar de los importantes cambios urbanísticos que ha sufrido en la última década, no ha renunciado a los rasgos más marcados de su identidad. Así, en pleno siglo XXI guarda imágenes y edificios de los avatares de su historia junto a un espíritu joven y multiétnico que confieren las gentes que habitan esta sugestiva ciudad que no deja indiferente a nadie. |
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Texto: Josep Guijarro Fotos: Josep Guijarro
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La luz del ocaso baña de oro y ocre las añejas fachadas del centro de Lisboa. Su color imprime la sensación de antiguo, como también lo hacen sus tranvías y plazas que, sin embargo, están llenos de estudiantes, de adolescentes, de gente joven que viene y va. Y es que esta milenaria ciudad bañada por el río Tajo nos ofrece un claro contraste entre sus escenarios y sus moradores. Si los primeros imprimen un aire decadente que da rienda suelta a la melancolía y la ensoñación, sus gentes no escatiman esfuerzos por estar a la última y proporcionarte una experiencia única de la capital portuguesa. Lisboa es un regalo para los sentidos, un destino multigeneracional que ofrece cultura y diversión, monumentos y gastronomía, así como una variada oferta para el ocio. Y yo estoy dispuesto a descubrir y compartir todas estas variantes. A pesar de que su tamaño la hace asequible (la ciudad no supera el millón de habitantes) no hay que llevarse a engaño: Sus siete colinas amenazan con hacer polvo los pies más expertos. Me calzo unas bambas cómodas y me hago con una LisboaCard que será crucial para utilizar el moderno metro, los tranvías, elevadores e, incluso, autobuses. En Lisboa hay alojamientos para todos los gustos y presupuestos; desde los grandes hoteles y las pousadas (paradores), hasta albergues juveniles. Dada que la propuesta de nuestro reportaje está destinada a los jóvenes tiro la maleta en una residencia estudiantil y me voy de exploración. Callejeando por lisboa El metro me ha dejado en Terrero do Paço, nombre de la parada instalada en la histórica Praça do Comércio, la que es considerada, por muchos, como la mejor entrada a Lisboa. Contemplo la estatua ecuestre de Jose I de Portugal y me interno en las callejuelas de La Baixa cruzando el Arco triunfal de la Rua Augusta. Voy camino del MUDE, el Museo del Diseño y la Moda, una de las galerías contemporáneas de la ciudad con mayor renombre que alberga diseños de algunas de las figuras internacionales como Philippe Starck o Arne Jacobsen, además de piezas de ropa de YSL, Versace o Jean Paul Gaultier. Al salir del recinto la noche reina en el cielo pero las calles siguen rebosantes de vida, invitando a un agradable paseo donde no faltan terrazas, pastelerías o cafés con historia. Este barrio -me aseguran- fue construido con una métrica ejemplar por iniciativa del Marqués de Pombal, tras el terremoto de 1755. Por esa razón es conocido, también como Baixa Pombalina. La vida nocturna, sin embargo, hay que encontrarla en el Bairro Alto. Así que dejo atrás el célebre Elevador de Santa Justa, donde forman cola decenas de turistas para gozar de una visión nocturna muy singular, y sigo por el Chiado hasta el emblemático café A Brasileira frecuentado por pintores y escritores decimonónicos como Eça de Quiroz o Fernando Pessoa, cuya estatua en bronce concentra la atención de numerosos turistas que procuran sentarse junto a él para hacerse una foto a su lado. No estoy lejos de mi destino. La Praça Luis Camoes es un hervidero de jóvenes que se preparan para comenzar la noche. Algunos van ataviados con capa y traje estudiantil porque Lisboa es una ciudad con gran tradición universitaria y, a finales de septiembre, inician el curso y dan la bienvenida a los novatos con fiesta y diversión hasta altas horas de la madrugada. Aquí se alterna el fado con la música house y la cerveja (cerveza en nuestro idioma) con otras bebidas de más alta graduación alcoholica. Algunas fachadas art-déco lucen bellos azulejos, y no es difícil encontrar restaurantes decimonónicos a la luz de las farolas. Opto por el Barrigas entre cuyas especialidades destacan el Pulpo arroz, los filetes de mero con Açorda, el bacalao y la carne de cerdo asada. Es conveniente coger fuerzas para la caminata que me espera al día siguiente. Castelo, Mouraria y alfama El más emblemático de los tranvías de la ciudad es, sin lugar a dudas, el 28. Con él circularé hasta el Miradouro da Graça para ascender a pie hasta la colina más alta de la ciudad, donde se erige el Castelo de Sao Jorge, que es, también, la construcción más antigua y símbolo de identidad portuguesa. Construido en el siglo V por los visigodos, sus murallas fueron agrandadas por los árabes en el siglo IX y modificadas durante el reinado de Alfonso Enríquez. Su restacuración se completó en 1938 y ahora su imagen sobresale de la cima de la colina de San Jorge tanto de día como de noche. A sus pies se extienden la Mouraria y Alfama, dos barrios típicamente lisboetas que sobrevivieron al terremoto de 1755 porque su base rocosa minimizó los daños. Sus estrechos callejones descienden en empinada pendiente gracias a escaleras de trazado irregular. Las casas lucen aquí vivos colores en sus fachadas y, a menudo, tienen la ropa tendida en los balcones jalonados de flores. Es un signo de identidad, como lo son los fados que aquí son cantados à desgarrada, en tascas y restaurantes típicos. Alfama conserva el trazado urbanístico del kasbahs árabes. En la Edad Media dejó de ser el barrio de la clase pudiente para convertirse en hogar de pescadores y obreros. Ahora alberga singulares comercios y cafeterías que me acompañan hasta en el descenso hasta la catedral. Santa Maria Maior de Lisboa o simplemente Sé de Lisboa, por ser la sede episcopal, es la iglesia más antigua de la ciudad. Está enclavada sobre la principal mezquita que había en Lisboa pues, no en vano, Alfonso Henriques la mandó construir tras la cruenta conquista de la ciudad en 1147. Llaman la atención sus dos campanarios gemelos y un enorme rosetón sobre su puerta principal. Aunque vale la pena visitar su claustro (2 euros) y la sala del tesoro, yo prefiero aguardar en el exterior el paso del tranvía pues, en la curva que dibuja el carril frente a la catedral, éste parece que salga del mismísimo templo. Rumbo a los Jerónimos En la Rua dos douradoures me haré con un singular vehículo: el llamado GOcar. No deja de ser una scooter montada bajo un vistoso carenado de color amarillo chillón y dotado de un sistema de navegación GPS. La sensación de pilotarlo es increíble. Todo el mundo te mira, te saluda con la mano y hasta te hace fotos mientras te desplazas por la ciudad admirando puntos de interés turístico. Así, me encamino primero a As docas de Alcantara, donde se halla el puerto deportivo y una buena oferta en bares, restaurantes y discotecas (una de las zonas preferidas por los turistas españoles para salir de copas) y, también allí, se erige desafiante el puente colgante del 25 de abril, que recibe su nombre actual de la Revolución de los claveles. Después me dirijo al barrio de Belém para visitar el monasterio de los Jerónimos, un impresionante edificio de estilo manuelino proyectado por el arquitecto Juan de Castillo, por encargo del rey Manuel I de Portugal, que conmemora el regreso de la India del navegante Vasco de Gama. Este enorme monasterio fue costeado, en parte, con las riquezas generadas en tiempos de los “descubrimientos” geográficos gracias a las colonias. Una de las joyas del edificio es, sin duda, el claustro. Dispuesto en dos plantas de forma cuadrangular, muestra la historia del José bíblico en azulejos y luce esferas armilares, cuerdas marineras, cruces de la Orden de Cristo e imágenes religiosas. El templo, por su parte, alberga las tumbas del descubridor Vasco de Gama y del poeta nacional Luís de Camões. No puedo abandonar esta zona de la ciudad sin degustar los famosos pasteles de Belém. No muy lejos del Monasterio, en la Rua de Belém 86-88 se erige la Fábrica dos Pasteis, donde puedes dejarte seducir por el sabor de los pasteles de crema inglesa caliente, espolvoreados con azúcar y cuya fórmula se remonta a 1837. Se cree que estos pasteles fueron creados antes del siglo XVIII por las monjas del convento de los Jerónimos. Cuando éste cerró, el pastelero vendió la receta a un empresario de origen brasileño Domingos Rafael Alves quien abrió en 1837 la Casa Pastéis de Belém. Desde entonces, en este local se viene elaborando ininterrumpidamente este dulce típico tanto para la venta como para el consumo in situ. Antes de regresar al centro de Lisboa para devolver mi GOcar, me dejo caer por la Torre de Belém, un pequeño fortín construido dentro del Tajo que originalmente recibió el nombre de Castelo de Saõ Vicente y que, junto al mencionado monasterio de los Jerónimos, es Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO desde 1983. Podría pasarme el día admirando los cambios de luz sobre su estriada fachada, repleta de cuerdas retorcidas y otros símbolos; pensando en el avance que supuso la Era de los Descubrimientos para la capital portuguesa que, desde entonces, creció en importancia y se convirtió en la ciudad cosmopolita que hoy es, fruto de la mezcla de culturas e ideas diversas. Armonía, serenidad, equilibrio... Todo esto me sugiere este bastión defensivo que fue utilizado también como aduana, puesto telegráfico, faro y como prisión para presos políticos en el nivel inferior. El moderno lisboa Invertiré mi último día para conocer la cara más moderna de esta ciudad; un espacio vivo, dinámico y multifuncional constituido por el Parque das Naçoes. Ninguna otra capital se ha proyectado tanto hacia el futuro como Lisboa. Desde la Expo del 98, la ciudad es dinámica, organizada y próspera. Xábregas, Marvila, Beato, Poço do Bispo han “sufrido” la instalación de nuevas infraestructuras entre la que destaca la Gare do Oriente de Santiago Calatrava, imponiendo su línea arquitectónica; el Pabellón de Portugal, que tiene a la entrada una enorme pala de hormigón armado, que sugiere la vela de un barco. Merece la pena visitar el Oceanário de Lisboa, subir en el teleférico para tener una panorámica del monumental puente Vasco da Gama que, con sus 17 Km., es el más largo de Europa o comer en alguno de los modernos restaurantes con rico marisco y bacalao excelentes. Por la tarde me dejo caer por el centro neurálgico de la vida lisboeta desde hace siglos: La Praça del Rossio. En ella han tenido lugar juicios, espectáculos, festivales, desfiles militares e incluso Autos de fe durante la Inquisición. Frente al Teatro Nacional Doña María II, de estructura neoclásica, se han dado cita decenas de estudiantes que tienen a los caloiros (alumnos de primer curso) de novatadas todo el día. Es una tradición en la que todos lo pasan bien, pero que resulta chocante para nosotros, que no estamos acostumbrados. Con ellos, caminaré hasta el Elevador de Santa Justa, una torre metálica de inspiración neogótica que esconde un ascensor en su interior. Con él llegaré a las ruinas del Convento do Carmo para dirigirme, después, al Miradouro de São Pedro de Alcântara. Desde esta bella plaza se disfruta de una bella panorámica de Lisboa, del castillo de San Jorge. Me siento en uno de los bancos a contemplar como pasa la vida. De fondo suena la música de un fado. Es el colofón perfecto para mi incursión por la capital lusa, una experiencia que no deja indiferente ni al viajero más experto. |
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Reportaje publicado en nuestra edición número 15, de abril 2010. http://www.los32rumbos.com Todos los derechos reservados. |
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