Los 32 rumbos - revista on line de viajes
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Viaje gastronómico / Italia
Islas Parténopes
Festival de sabores napolitanos
De Nápoles reconocemos su pizza, sus canciones románticas, sus caóticas calles y la sonrisa de sus habitantes. También conocemos el glamour de las islas de su bahía, las Parténopes, con sus playas de aguas cristalinas. Recientemente éstas han sido escenario de un festival de sabores que conquistaron nuestro paladar y nuestros sentidos.
Texto: Patricia Hervías Fotos: Josep Guijarro

Dicen que Ulises, el gran Odiseo, se hizo atar al palo mayor de su embarcación para poder resistirse al canto de las sirenas de Capri, sin volverse loco. Con miedo a que su tripulación le siguiera, ordenó que se taparan los oídos con cera. La melodía embriagadora de aquellas voces conducía a la locura al héroe griego que pedía a gritos ser trasladado al lugar de donde procedía aquel bello sonido, pero sus marineros, gracias a los tapones de cera, lo salvaron de aquellas tres sirenas que habían causado la muerte de otros viajeros. Una de ellas, Parténope, que era la menor de las tres, fue presa de la desesperación y se dejó morir de pena por no haber conseguido enamorar a Ulises. Su cuerpo -aseguran- llegó a la costa y fue en ese lugar donde se fundó la ciudad de mismo nombre, antecesora de la actual Nápoles.
Y aquí me encuentro, en esta hermosa y decadente ciudad llena de contrastes, para celebrar una interesante propuesta: la tercera edición del “Festival Islas de Nápoles, un espectáculo de sabores en un entorno de maravillas”, un evento auspiciado por la Cámara de Comercio napolitana para promover la oferta turística y enogastronómica en las tres islas del golfo de Nápoles: Capri, Ischia y Procida. En la edición de este año se pretendía asociar teatro y enogastronomía ya que estas islas bañadas generosamente por el sol y la belleza, han sido durante siglos la meta predilecta de actores e intelectuales procedentes de todos los países del mundo. Gracias a la dulzura del clima y su exhuberante naturaleza, las islas Parténopes -como también se conocen- continúan ofreciendo su particular atractivo y encanto que las ha hecho celebérrimas tanto en obras de teatro, como en el cine o literatura, argumentos, por cierto, de otras ediciones del Festival gastronómico.
La cocina “entra en escena”, en seguida, en el lugar donde me alojo, el Grand Hotel Parker’s. La mundialmente famosa mozzarela trenzada de búfala y unas vistas impagables deleitan ahora todos mis sentidos. Y es que, desde la terraza de este lujoso hotel, puedo disfrutar de una espectacular panorámica de toda la bahía de Nápoles, incluyendo el volcán Vesubio. Es el inicio de un viaje donde los sabores, olores y colores serán protagonistas.
Mi estancia en la capital de la Campania será breve, pero me permite disfrutar de la puesta en escena del espectáculo musical Aria di Napoli, en el Teatro Trianon, que me transportará a los recuerdos de mi más tierna infancia, cuando escuchaba salir las canciones napolitanas de las ventanas de las casas más “internacionales”; una voz rasgada, una canción de amor ... Esto, unido al tradicional sabor sencillo, pero amable de una pizza en la Antica Pizzeria da Michele, frente al teatro, no tiene precio.
Nápoles es una ciudad que lleva un ritmo propio, con un sentido de la vida diferente a lo que se pueda imaginar. Repleta de belleza, ocasionalmente empañada por culpa de la mano del hombre, el gran encanto de la ciudad es sentir cómo pasa el tiempo por ella y sobre todo, como se mantienen sus tradiciones más arraigadas.
Frente a la había de Nápoles se extienden tres hermosas islas con personalidad propia. De formación volcánica, en ellas se une el encanto con la tranquila vida marinera de sus costas. Mi cometido es ahora, disfrutar de la comida y la bebida que conforman la cultura de estas tres hermanas.

Las Islas de Nápoles
Voy a adentrarme en la seducción de los “menús de escena” fruto del talento de los cocineros locales. Ellos van a ser mi guía a través de estas islas. Mi primera parada: Procida, que ostenta una costa dentada, forjada por sus antiguos cráteres que forman otras tantas bahías. Dista mucho del lujo que esperaba encontrar, pero resulta atractiva por su calma, autenticidad y su arquitectura marinera, al más puro estilo italiano. La visión de las pequeñas barcas de los pescadores llegando a puerto con las capturas que, seguramente, serán cocinadas esta noche en cualquiera de los pequeños restaurantes de sencilla, pero buena cocina, me daban la bienvenida.
Mi medio de locomoción es una motoreta que sortea milimétricamente las estrechas callejuelas, que se mete por caminos que nos regalan perfectos paisajes y vistas panorámicas. Paso por la carretera central, que está flanqueada por algunos palacios patricios del siglo XVIII y XIX, cuyos jardines descienden escalonadamente hacia el mar.
Después de serpentear estos escenarios de película, llegamos a Limoneto, una coqueta finca donde me esperan para deleitarme con sabores desconocidos. Y no tanto por el ingrediente principal en sí, sino por la forma de emplearlo.
En la Vía Faro Nº30 rinden culto al limón, pero no cualquier limón sino unos de tamaño descomunal y ¡dulce!. Con esta materia prima hacen ensaladas de increíble sabor que, mezclado con ajo y algunas especias, nos ofrece un espectáculo de contrastes en nuestro paladar que poco tiene que envidiar a los más selectos platillos de la moderna cocina. Con la cáscara de estos grandes frutos amarillos, se crea uno de los licores más conocidos de Italia: el Limoncello.
Cuando nuestro paladar y estómago se ve recompensado, volvemos a serpentear las estrechas calles de esta hermosa isla salpicada de colores y pequeños miradores para así disfrutar de un pequeño pueblo de pescadores, quizás sin el brillo del glamour de sus otras islas hermanas, pero con un verdadero encanto que esconden solo los pueblos con la sencillez de una vida tranquila en un entorno privilegiado. Sé que Procida no me ha dado todo lo que podía, pero si lo suficiente para dejarme un buen sabor de boca que hará que el nombre de esta isla aparezca en el cuaderno de las ciudades a regresar.
Tomo un aliscafo, un barco de gran velocidad, que me llevará a la isla de Isquia, donde está previsto hacer noche y cenar en uno de los restaurantes más recomendables del viaje: el llamado Un Attimo Divino. Su dueño, Raimondo, un siciliano de cabeza rapada y gran sonrisa, dejó su otra isla para abrir un local donde la música en vivo y el trato personal se convierten en seña de distinción del restaurante de visita obligada. Aún tengo en mi memoria el carpaccio del pescado del día con aceite de oliva grabado a fuego con por el sabor de un buen vino tinto -de una extensísima bodega- y las canciones con las que Valerio Sgarra y el propio dueño nos deleitaron esa noche. Un lujo.
A la mañana siguiente pongo rumbo a la gran isla, la más conocida, la del atractivo y el sonido de las canciones de amor: Capri.

La de los pecados…
Cuando escuchamos el nombre de este lugar, la imaginación comienza a volar.
Nada más llegar a Marina Grande, me siento atrapada por sus costas bañadas por un hermoso mar turquesa, con inmensas grutas y paisajes de oloroso monte bajo que me trasportan a otra época. Es preciso deambular por sus calles para tomar conciencia de su espíritu, aunque el mejor momento no sea la temporada alta vacacional por estar abarrotada.
Su fama turística saltó a la palestra en el siglo XIX cuando se descubrió la gruta Azul (Grotta Azzurra), que hoy se ha convertido un verdadero saca cuartos por el altísimo precio al que es vendida su visita. En aquella época de romanticismo puro, sin embargo, hizo que Capri se convirtiera en el lugar elegido por numerosos escritores, poetas y artistas extranjeros, acuciados por ardientes sensaciones que veían en la isla la imagen del paraíso y de la sensualidad perdidas. Fue cuando se forjó un mito, cuando Europa empezó a experimentar el fenómeno de los viajes de largo recorrido y la fiebre por la búsqueda de experiencias con las que alimentar las almas más hambrientas. Pero, lógicamente, no fueron los primeros en descubrir lo que este pedazo de tierra rodeado por cristalinas y evocadoras aguas azules ofrecía. Ya en tiempos de Homero, cantando a las sirenas de Capri y con el emperador Tiberio, su fama se convirtió en eterna y de fiestas salvajes.
Y aunque probablemente existan lugares exquisitos y solitarios, el común de los mortales paseamos por las calles más reconocidas y repletas de turistas ávidos por recorrer los escenarios de novelas, de películas, de poemas y postales. Camino desde la Piazza Umberto I, la vía Vittorio Emanuele para acabar en la escondida cartuja de San Giacomo, velada en el valle entre Castigliones y el monte Tuoro. Fue lugar económico de la isla e incendiada por el conocido corsario Dragut. Pero desde allí, por la vía Matteotti me dirijo a los famosos jardines de Augusto. Un bello parque en terrazas, plagado de árboles y parterres floridos. Es curioso, puesto que en uno de los rincones se alza un monumento a Lenin ya que durante su exilio vivió allí en una de las villas de Máximo Gorki.
Existe un punto asombroso, en el que podemos contemplar la roca de las Sirenas, en referencia a las que intentaron hacer desistir de su viaje a Ulises. Hay, sin embargo, otra bella vista, imprescindible para todos aquellos románticos que juegan con su paisaje y recuerdos: los Fariglioni, que se alzan frente a Punta Tragara como grandes masas rocosas de ocre claro que se reflejan en el mar constituyendo el símbolo de esta conocida “isola”. Además una de sus atracciones más conocidas es el funicular que nos lleva al centro de la ciudad desde el puerto.
Salí para tomar un aperitivo en el Hotel Caesar Augustus, así que tuve que ir hacia Anacapri, situada a 275 metros sobre el nivel del mar y que se constituye en el segundo centro de la isla, distinguido por la tranquilidad que no tiene Capri. Con una copa de prosseco en la mano, me relajo mirando el mar y las hermosas vistas que serán preludio de mi almuerzo a base de pescado en Il Rizzio, al lado de la conocida y decepcionante Grotta Azzura. Lo más espectacular de este establecimiento fue su sala de postres. Una curiosa sala fría en la que los dulces y las frutas se unen en un escenario de color y dulce olor, sólo para nuestro paladar.

Entre el mar y la tierra
Regreso a Isquia, a 40 minutos de Capri. El atardecer me esperaba para internarme por las callejuelas de esta evocadora isla. Nacida de la geología volcánica de esta parte de la tierra, posee un perímetro de 34 kilómetros con un tan accidentado como hermoso perfil. A medida que me aproximo me da la bienvenida el Castillo de los Aragoneses, construido sobre un escollo volcánico con fines defensivos y unido a la isla por un puente que Alfonso de Aragón hizo construir en el año 1438. De ahí su nombre. Es, seguramente, el monumento histórico más sugestivo de Ischia pero es recomendable también caminar por sus callejones para ver los escaparates de las tiendas, las pequeñas galerías de arte y gozar de la tranquilidad, en contraste con el bullicio de Capri.
Duermo en el increíble Hotel Mezzatorre, un exclusivo cinco estrellas que goza de unas increíbles vistas sobre la bahía de Forio, para poder explorar la isla a la mañana siguiente. Tengo previsto dirigirme rumbo a Montecorvo (en el término municipal de Forio) para visitar la cantina Muratori, donde la tradición vitivinícola se remonta más allá de la época romana. Ha recuperado la crianza del fino caldo y se ha convertido en uno de los más conocidos de la zona. Y es que Ischia es un paraíso turístico donde el mar acaricia con equilibrio mágico y delicado los fértiles campos de la costa.
También tengo previsto visitar las termas romanas de Sant’ Angelo que, si bien me decepcionan, me dan la oportunidad de conocer las playas y el litoral de este encantador pueblo de pescadores, provisto de casas multicolores que cuelgan sobre un mar azul intenso. Allí puedes disfrutar de la playa de los Maronti, que posee casi dos kilómetros de longitud y que está salpicada de elegantes balnearios. También puedes comprar cerámica típica a alguno de los artesanos locales. Yo lo hago en Kéramos (via d’Aloisio 89) para poder llevar algo a casa.
Finalizo mi viaje a estas islas del deleite gastronómico, cerrando la comida en un magnífico restaurante, sin muchas pretensiones pero con una calidad impecable en bocados de carnes y pastas, en el que admito que mi plato favorito fue una simple tortilla de cebolla con rúcula y mozzarela de Aversa. Se llama Il Capannaccio y se encuentra ubicado en la localidad de Forio.
Los sabores se entremezclaban en mi paladar y en mi memoria. Fuertes, suaves, dulces, salados, pero todos con un denominador en común: imposibles de olvidar la teatralidad de su composición, “veramente incredibile”.


Reportaje publicado en nuestra edición número 22, de Noviembre 2011. http://www.los32rumbos.com
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