Travesía por el río San Juan De Solentiname a El Castillo |
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Sacudidas por el oleaje y rodeadas de tiburones de agua dulce, se extienden en las aguas del lago Nicaragua, las islas de Solentiname. 36 ignotas ínsulas que constituyen una joya natural y que sirvieron de punto de partida a una expedición que tenía por objeto llegar hasta la bella localidad de El Castillo. Un recorrido histórico por el río San Juan, catalogado como reserva de la biosfera.Texto: Patricia Hervías Fotos: Josep Guijarro |
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Misa campesina El taxista insistió que me sentara a su lado con la sonrisa cómplice de mis acompañantes. Juntos, recorrimos las embarradas calles de la ciudad, con casas muy humildes repletas de gentes encantadoras. Minutos más tarde, a bordo de panga (así es como llaman las barcas allá) pusimos rumbo a Solentiname. Situadas a media hora de San Carlos, estas 36 islas sólo son accesibles a través de las túrbias aguas del lago Nicaragua y se hicieron muy populares, décadas atrás, por la “Misa Campesina” de Carlos Mejía Godoy y los de Palacagüina. ¿Recuerdan? En San Carlos se nos unió Margarita, una extremeña que está dedicada en cuerpo y alma a un hermoso proyecto llamado Araucaria XXI que vela por la conservación de la biodiversidad y el desarrollo sostenible en el Río San Juan. Cuando nuestra barca se puso en movimiento, previne que el viaje sería algo más de lo que nunca hubiera imaginado. El calor era realmente agobiante; húmedo y pegajoso. Las oscuras aguas del río iban a dar paso a la gran inmensidad de lo que llaman lago Nicaragua, y cuyo nombre en nahualt es Cocibolca. Con sus más de 40 kilómetros de extensión al cuadrado, los nicaragüenses lo apodan “el mar dulce” y es hogar de algunos tiburones. Se han llegado a encontrar dos especies, el tiburón Toro y el Sarda, que aunque son peces de agua salada, pueden permanecer hasta casi un año en el lago. Dicen que, cuando el viento es fuerte o las tormentas se cierran sobre el lago, se torna muy peligroso navegar en sus aguas, pero el único viento que yo notaba, era el que la panga en su recorrido hacia Solentiname. Las aves salían a nuestro paso asustadas por el sonido de los motores, mientras sobrepasábamos alguna de las 36 islas, nos íbamos acercando a la primera parada: la isla Mancarrón que es, sin duda, la más grande del archipiélago y cuna de revlolucionarios. Y es que si hay un icono de estas islas es el poeta y sacerdote marxista Ernesto Cardenal quien participó en la fracasada rebelión contra Somoza en 1954. Fue precursos de la teología de la liberación en América Latina abanderando que toda una revolución contra el sistema. Dispuso los bancos de la iglesia de forma circuar para que los lugareños discutieran y comentaran los Evangelios, hizo que el piso fuera de tierra y retiró a los santos. En su lugar, pidió a los niños que pintaran en las paredes escenas de la vida cotidiana. Así nació el Evangelio campesino que inspiraría a su amigo Carlos Mejía Godoy para su popular canción La aventura del recuerdo Hoy Cardenal sigue visitando las islas regularmente pero su iglesia permanece en pie como recuerdo de tiempos pasados. Se trata de Nuestra señora de Solentiname, un humilde santuario desprovisto todavía de iconografía y decorado por los niños campesinos. Además, sus asientos no están dispuestos en filas, como cabría pensar, sino que están colocadas en forma casi circular para poder hablar los unos con los otros mirándose a la cara. Eran finales de los 60 y la revolución estaba cerca. En esta isla aun se veneran a aquellos jóvenes que soñaron con la libertad, así nos lo asegura Esperanza, que vivió toda aquella “revolución” y rememora como de pequeña constató todo lo que conllevó a cambiar la mente de estos campesinos, para llevar una vida más digna. Hoy aun se revive todos los domingos, aquella misa en la que los evangelios eran expuestos y despedazados desde la mirada del pueblo llano, de unos campesinos que, según palabras de Cardenal; “Sus comentarios son en general más incisivos que los de muchos teólogos, pero tan inocentes como los mismos Evangelios. Eso no es raro: los Evangelios, o ‘buena nueva’ (buenas noticias para los pobres) fueron escritos por y para gentes como ellos.” Artesanos por naturaleza La vida en este Monumento Nacional, no fue, ni es, fácil. Escasea el agua potable, no hay electricidad -sólo la que generan las placas solares-, pero gracias a aquellas enseñanzas, estos habitantes comprendieron que su vida valía más que morir de hambre a causa de un simple constipado. Ahora, y con muy buen tino, viven de su propia labor artística creando pinturas primitivistas, naif, y modelando pequeñas figuras en madera de balsa. Por ello, en las humildes casas de la isla, siempre podremos encontrar a alguien de la familia que está trabajando en la madera o pintando. Cierto es que no tienen todas las necesidades cubiertas, pero la sonrisa y la amabilidad con la que nos trataron en todo momento nos proporciona un sentimiento único. Quizás Centroamérica sea así, un gran lugar lleno de sonrisas por descubrir, que aquel día y cerca de un anciano pintor que me enseñó como trabajaba hasta que se quedaba sin luz, se sentía el hombre más feliz del mundo al contar con una pequeña legión de curiosos que escuchaban sus historias contándonos cómo vendía sus trabajos, a algunos extranjeros que venían a la isla. Sabía que los exponían en algunos museos. Aquella noche, nuestro cansancio rozaba límites insospechados, al igual que mi falta de apetito. Tal vez gracias al calor húmedo que nos acompañó todo el día. Y después de una larga jornada, nuestro sueño fue más que reparador. En busca de Duendes A la mañana siguiente, y tras un desayuno en el que probé el “gallopinto” (arroz y judías), y un revuelto con tomate, empredimos una caminata a lo más alto de la isla para ir en busca de un extraño emplazamiento: la Piedra del llanto, del Sitio, el Socorro o piedra del Cocodrilo. Se llama así porque está trabajada como la piel de este animal, y existen una serie de espirales que hablan de un posible enterramiento nahualt que no ha sido encontrado. Después, embarcamos de nuevo para descender el río San Juan con destino a El Castillo pero, antes, paramos en una pequeña cueva ubicada en la parte norte de la isla La Venada. Allí son visibles una serie de extraños grabados prehistóricos, concretamente 161 que se esconden en este lugar empujados a guardar su secreto. Y decían los lugareños que se la llamó la Cueva del Duende porque los niños decían que en aquella zona hombrecitos pequeñitos jugaban con ellos. Desaparecemos por las aguas del lago Nicaragua para adentrarnos hacia el curso del río San Juan. Ciertamente nuestra marcha hacia la conocida ciudad de El Castillo, fue algo menos tranquila que nuestro primer viaje. Pertrechados con pantalones y chaqueta estilo “Capitán Pescanova”, recorrimos los kilómetros que nos separaban desde Solentiname hasta aquella histórica ciudad con una persistente lluvia sobre nuestras cabezas. En busca del paso entre mares De vez en cuando las gotas de lluvia -no olvidemos que estamos en un clima tropical-, caían incesantes y acentuadas por la velocidad de nuestra panga. Este río está poblado de historias que pueden llegar a tocarse en sus orillas. Mientras, la inmensidad de sus verdes orillas, plagadas de animales salvajes, pretenden comerse una historia de simples seres humanos. Desde la época de Cristóbal Colón, se persiguió esta ruta como un gran descubrimiento, pensando que se estaba entre Malasia y Sumatra “buscando la otra parte del equinoccial”. Primero Fernando El Católico y después Carlos I, ordenaron siete expediciones frustradas para encontrar si era cierto aquel mapa revelado por Moctezuma a Hernán Cortés, en el que existía un paso entre mares. Más tarde, después de visto que a través de ese río se podía llegar hasta el Atlántico, el tráfico comercial se hizo mucho mayor a través de barcos de vapor. Tuvimos la oportunidad de admirar en las orillas enfangadas y hambrientas por olvidar el paso de los hombres, restos de alguno de ellos. Además, durante mucho tiempo, se barajó la opción de hacer de este río el paso entre mares. Esa idea se desechó a favor del conocido Canal de Panamá, pero últimamente parece volver a tomar fuerza por la posibilidad de ser mayor el número de barcos. Nuestro trayecto en aquella partición entre la selva, estaba casi desierto de no ser por algunas pequeñas aldeas, a las cuales sólo se puede acceder en barca ya que no existen carreteras que te puedan llevar de poblado a poblado. Finalmente, y después de sobrepasar, unos rápidos, nos encontramos en la encantadora ciudad de El Castillo. Ciudad de leyenda Entre el bullicio creado por la llegada de personas nuevas a la pequeña población, desembarcamos hacia la seña de identidad del río San Juan, el Castillo de la Inmaculada Concepción. Una construcción que data de 1675. Fue erigida por los españoles para detener las incursiones desde el mar de piratas tan conocidos como Drake o Henry Morgan. Un lugar, ciertamente privilegiado, ya que quién controlara la fortaleza, vigilaría el paso de un lado del mar al otro. Y aunque todo esto pueda parecer mera anécdota, encontramos ruedas de tren oxidadas alrededor de la fortaleza, que según nos contaron, durante una época, en la “fiebre del oro”, existió una pequeña vía que ayudaba al transporte. Hablamos de una encantadora ciudad llena de colorido, y de un bullicio silencioso. Las calles estaban repletas de niños jugando, personas paseando tranquilamente, pequeñitas tiendas de artículos de primera necesidad, un par o tres de restaurantes y una extraña sensación de tranquilidad que empapaba este pequeño pueblo de estrechas y empinadas calles. Hay pequeños parques que desafían el poco espacio que existe entre el río y la selva, así como se disfruta de una vida tranquila cerca del paraíso. A por los cocodrilos Por la noche iba a vivir una experiencia irrepetible, única. Manuel, nuestro “caza cocodrilos” nos guiaría de noche a través del río para conocer su fauna y, en especial, los cocodrilos. Manuel es uno de los pocos nicacagüenses que, llevado por su amor a la Naturaleza, se dedica a preservar la fauna del río San Juan. Durante su espera, distinguimos con gran curiosidad, como alguno de esos cocodrilos que debíamos ver en las oscuras orillas del margen izquierdo, levantaban su cabeza al lado de nuestro hotel. El mismo Manuel, nos comentó que equivocadamente la gente les da de comer, pensando así que al no tener hambre, no atacarán a los hombres o el ganado que pueda pastar cerca del río. Lógicamente, lo que hacen es malacostumbrarlos a acercarse al hombre y no temerle. Partimos rumbo a la orilla contraria. Con una destreza digna de un marinero de agua salada, el piloto nos llevó a través de los rápidos para recalar en el otro lado. Entre tortugas candado, dos caimanes y miles de mosquitos, la apacible aventura que recorre este lugar de Centroamérica, nos lleva de vuelta a tomar de regreso y desde San Carlos, de nuevo esa avioneta, que, esta vez y de regreso, se me hace hasta amigable. |
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