La selva de los espejos Crucero por la Amazonía peruana |
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En 1982, se estableció al noroeste del Perú, en la confluencia de los ríos Marañón y Ucayali, la Reserva Nacional Pacaya-Samiria. La idea era conservar los recursos de flora y fauna amazónicas. Aprovechando su reciente elección como parte de una de las Siete Maravillas Naturales del Mundo, nos hemos decidido a explorarla. Esta es la crónica de nuestro viaje.Texto y fotos: Josep Guijarro |
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Las gentes que viven en la selva creen en los espíritus, en la magia y los chamanes, con los años han perpetuado leyendas que a nosotros nos sonrojan hoy, a la luz de la ciencia, pero que son incuestionables para la comunidad. La Amazonía es una vasta extensión que engloba nueve países y, desde el pasado mes de noviembre, es una de las nuevas Siete Maravillas Naturales del Mundo por votación popular (www.new7wonders.com). Para promover su candidatura en Perú, donde nace el río más grande del mundo, la compañía Iberia bautizó a uno de sus aviones con el nombre de Río Amazonas e invitó a un reducido número de periodistas -entre los que tuve el privilegio de incluirme- a explorar una pequeña parte de este vergel en un apacible crucero de cuatro días. La selva de los espejos La aventura se inició en Iquitos, una ciudad a la que sólo se puede llegar en avión o a través del río y que vivió su momento dorado a principios del siglo XX gracias al caucho. Originalmente se extendía al borde del Amazonas pero, en los últimos veinte años, el curso del río cambió para dejar en su lugar al Itaya, un afluente menor, tranquilo y apacible que puedo contemplar desde el malecón de Tarapacá. Aquí no hay carreteras, las mercancías y las personas se mueven a través de las aguas... donde nace el Amazonas. Desde el aeropuerto, lugar en el que los taxistas se sortean a los turistas rodeándolos voz en grito, tomo la única carretera que me conecta con Nauta, a hora y media de aquí. Esta localidad fundada en 1830 por el cacique Manuel Pacaya alberga 25.000 almas y pertenece al departamento de Loreto. Quedan pocos días para la votación y las plazas están llenas de pancartas que tratan de movilizar a los ciudadanos para que voten por la Amazonía. En el modesto puerto, por llamarlo de algún modo, se halla atracado el que será mi hotel flotante para los próximos cuatro días: el Aqua, una lujosa embarcación de cerca de 40 metros de eslora, provista de todas las comodidades, que hará más fácil mi incursión en la Reserva Nacional Pacaya Samiria, espectacular no sólo por su riqueza paisajística, sino también por su biodiversidad y por las culturas nativas que viven en ella. Dos millones de hectáreas, la más extensa del país, que constituyen un hábitat virgen protegido para multitud de especies y sólo accesible a través de agencias de viaje. Pueblo de pescadores La primera parada es para almorzar en las proximidades de San Jorge, una pequeña aldea donde seré recibido por nativos cocama, una etnia propia del Bajo Marañón que se ha especializado en la pesca, ya sea individual o colectiva. Por eso, en sus mitos, se resalta la figura del héroe Ini Yara (literalmente “nuestro dueño”) quien recorre los ríos y lagunas en una canoa como un gran pescador de grandes animales acuáticos; es el caso del paiche (uno de los peces de mayor tamaño del mundo) o el manatí, actualmente en peligro de extinción. Allí tendré el privilegio de escuchar su lengua, derivada del tupí-guaraní, que también está amenazada con desaparecer. Se calcula que sólo dos mil de los quince mil cocamas son capaces de hablarlo. Asimismo tendré oportunidad de bailar con los nativos y de ser confundido con un delfín, como expliqué al principio. Y es que los lagos de este paradisíaco entorno están poblados de delfines rosados, una especie que ha logrado sobrevivir por culpa de la superstición. Los nativos creen que este animal trae mala suerte y no lo comen porque piensan que hace mucho tiempo atrás fueron humanos y pueden retornar a serlo cuando lo deseen. Es fácil verlos en las lagunas pero, mucho más complicado resulta obtener una buena fotografía puesto que cuando bufa su espiráculo apenas tienes unos segundos para inmortalizar como emergen estas criaturas del agua. Más fácil resultó obtener imágenes de los niños de la aldea que salieron, cual legión, a curiosear a los recién llegados. A las afueras del pueblo, en uno de los meandros del río Marañón, han erigido un puesto de artesanías para los turistas que, dos veces en semana, se dejan caer por estas latitudes. Y es que la selva les aprovisiona de casi todo. Aquí no hay “lujos” a los que tan acostumbrados estamos en occidente. El dinero sirve para comprar la gasolina para el ruidoso motor de dos tiempos de su ebarcación, al que llaman “peke peke” y, también, para la sal. “Durante la época seca -me cuenta Daniel, el guía de Aqua Expeditions que nació en esta selva inundable- hay que aprovisionarse de alimentos para cuando lleguen las lluvias y la sal juega un papel muy importante para la conservación”. El caudal sube de promedio ocho metros de altura y modifica el entorno. Ya no es posible la recolección, los mamíferos emigran y los loros y guacamayos anidan en la copa de los árboles. Con las últimas luces del día retornamos al Aqua. Las aguas se tornan espejos que reflejan la vegetación y el cielo, salpicado de nubes, nos regala un firmamento del azul al rojo. Aparecen los voraces mosquitos y la selva se vuelve sonora. Sí, porque este despliegue de belleza es anunciado con potentes graznidos durante el atardecer, tiempo en que las aves retornan a sus dormideros en los aguajales, en el reino de las sombras aullan los monos, el chapoteo de algún pez... Sólo cuando el esquife se pone en movimiento, el motor acalla estos ruidos que invitan al miedo, al recelo, a la desconfianza. El río de la vida y la muerte No es extraño que, cuando un niño cumple los 12 años su padre le invite a pasar una noche en la selva para convertirse en hombre. Que se enfrente al miedo, a los peligros, a la amenaza constante. Los tiempos en este entorno tan hostil para los seres humanos son muy distintos a los de la ciudad. “A los tres años un niño ya sabe nadar -me explica Daniel- A los séis sale a la selva con su padre. A los diez vonstruye su propia canoa con un tronco y aprende a pescar, se convierte en un ser independiente. Así es como a los 13 o 14 años está preparado para contraer matrimonio.” Y, mientras le escucho, vienen a mi memoria la imagen de muchas “niñas” que sostenían bebes en sus brazos; no eran sus hermanos... sino sus hijos. Una mujer tenía de promedio catorce hijos en la Amazonía peruana aunque, en los últimos veinte años ha bajado a séis. Muchos de estos bebes mueren en los dos primeros años de edad porque beben agua del río que tiene variedad de parásitos, de bacterias, incluso de amebas. El río da vida... pero también acecha con la muerte. Sólo viven los más fuertes, los que desarrollan los anticuerpos. Explorando la Reserva Pacaya Samiria El Aqua navegó durante la noche por el río Ucayali, penetró en uno de sus afluentes, el Puinahua y amanecí frente a Bretaña, una localidad fundada por un británico cauchero en el siglo XVIII que alberga tres mil personas. Cerca de allí se encuentra la entrada a la Reserva Nacional Pacaya Samiria en cuyos pantanales viven 250 especies de peces, 330 tipos de aves y 13 clases de monos. Al avistamiento de todos estos animales dedicaremos buena parte del día. El primero en dejarse ver es el oso perezoso que tiene ese nombre porque pasa 22 horas durmiendo. Las otras dos las pasa comiendo alcaloides por lo que no es exagerado decir que va borracho todo el día. Nos sobrevuela el gavilán de ciénaga, avistamos otras aves como el cormorán, la garza real y el shansho, una de las aves más peculiares de la Amazonía que habita en las orillas de los lagos y ríos de “aguas blancas”. Sus poyuelos poseen una suerte de “uñas” en las alas, como los extintos Archaeopteryx (el ave fósil más conocida) para poder subir a las ramas y retornar al nido tras haber saltado al agua. También consigo ver algunos monos en las ramas de los árboles, murciélagos pegados a los troncos y caimanes en las orillas. Uno de ellos permanece inmóvil y ajeno a nuestra presencia mientras una mariposa se posa en un hocico. Durante la travesía detectamos cierto revuelo a la altura de un asentamiento provisional. Al enfocar mi teleobjetivo pude ver como dos jóvenes corrían cargando una enorme anaconda que habían capturado. Desembarcamos para verla de cerca fotografiarla. No en vano, la anaconda es la serpiente más grande del mundo, que vive dentro del agua para sobrellevar su peso y que, eventualmente, puede encontrarse en los árboles esperando a su presa. Es constrictora, es decir, liquida a sus víctimas enroscándose alrededor de ellas hasta parar el corazón o romper sus huesos. Aún impresionados seguimos nuestro recorrido por la reserva avistando guacamayos y pescando pirañas, una actividad para la que no hace falta material deportivo. Basta una simple caña y un buen cebo, para que las temidas pirañas terminen picando. Las pirañas de vientre rojo son las más temidas y conocidas, poseen poderosas mandíbulas llenas de dientes triangulares y filosos, capaces de separar carne y hueso en cuestión de segundos. Los nativos los usan para construir herramientas y cuchillos. Se alimentan en grupo para devorar anacondas, manatís, caimanes o aves, aunque raramente atacan al hombre... salvo que tengas un corte o herida abierta, porque el olor de la sangre las atrae. La gran farmacia Otra experiencia enriquecedora es internarse a pie por la selva. Para prevenir posibles picaduras de arañas o de serpientes, me calzo unas botas de agua y me embadurno de repelente contra los voraces mosquitos. Con la ayuda de un nativo caminaremos por una “trocha” (un sendero abierto a machetazos) hasta la aldea de Magdalena para ver la vida de las comunidades nativas. La selva es una gran farmacia. El camino nos muestra cantidad de especies vegetales con propiedades curativas; la hoja de Santa María se utiliza, por ejemplo, contra la fiebre, unas hormigas hacen de repelente natural contra los mosquitos, la sabia de un árbol se emplea como antiséptico y la soga del muerto, una liana conocida como Ayahuasca, es un poderoso alucinógeno que nos pone en contacto con el más allá. En los últimos años numerosos turistas occidentales frecuentan tanto la Amazonía peruana como la brasileña en busca de chamanes que les orienten en su ingesta. En realidad, se trata de la cocción de un preparado con diversas plantas cuya base es esta liana enteogénica. Después de tomar la bebida sagrada, la ayahuasca tiene una acción profunda en el cuerpo, en la mente y las emociones lo que nos permite confrontar nuestros miedos más profundos, revitalizar energías vitales y despertar un mayor nivel de conciencia. Por eso es frecuente encontrar testimonios de personas que han desarrollado experiencias místicas o han cambiado su vida. Belén, la interfase a la “civilización” |
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