Panamá Mucho más que un canal |
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Siempre a la sombra de una de las mayores obras de la ingeniería humana, Panamá es mucho más que su archiconocido canal. Es un país de contrastes en el que conviven los rascacielos con las palapas de palma y los ejecutivos de cuello duro con los indígenas en taparrabos. Un lugar en el que se unen dos océanos... y dos continentes.Texto y fotos: Gonzalo de Martorell |
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La carretera que une el aeropuerto internacional de Tocumen con el centro de Panamá City transcurre por una inmensa planicie de terreno ganado al mar. Toda la capital panameña está inmersa en realidad y desde hace algún tiempo en una lucha sin cuartel por ganarle terreno al mar. El pequeño país centroamericano, con apenas 3.500.000 habitantes, se ha convertido en la economía más emergente de la región. Y quiere dejárselo bien claro al mundo con un skyline de rascacielos que no tiene nada que envidiar al de Hong Kong o la City londinense. El precio que se ha pagado por esta prosperidad económica es evidente: donde hace unos meses sólo había mar se han construido la ultramoderna Cinta Costera y la Avenida Balboa y donde antes la mirada se perdía en el horizonte mágico e inabarcable del Océano Pacífico, se topa ahora con monstruos de acero y cristal como la Donald Trump Ocean Tower. Las grúas y los camiones hormigonera se han adueñado de la capital, haciendo aún más caótico su tráfico pero a nadie parece importarle demasiado. El “boom” de la construcción está dando trabajo a espuertas en un país en el que el sueldo medio aún es de 400 dólares y en el que empieza a forjarse una incipiente clase media. El tiempo dirá si el precio a pagar ha sido demasiado alto; si este aparente bienestar ha llegado para quedarse o por el contrario los panameños han repetido los mismos errores que en el Viejo Continente -y especialmente en España- nos han llevado a estar como estamos. Sea como sea y pese a esta fiebre por hacer de Panamá City un pequeño Nueva York centroamericano, aún queda en la capital panameña mucho de la coquetona ciudad colonial, puente entre culturas y ejemplo de convivencia. Edificios blancos que miran al malecón, con grandes balcones permanentemente adornados con flores y omnipresente banda sonora salsera. Preciosa la Plaza de la Catedral -en cuya glorieta central se firmó la independencia de Colombia- y que en tiempos de los españoles fue un coso taurino. Pasear por las callejuelas del casco antiguo nos permitirá aliviar el calor con un “raspado” de limón o coco -una forma autóctona de helado- y comprarse a muy buen precio ¿cómo no? uno de los auténtico y míticos sombrero “Panamá” que popularizaron personajes tan ilustres como el Presidente Roosvelt, Churchill, Frank Sinatra o Truman Capote. Al caer la tarde las numerosas terracitas nos invitarán a la charla y a un café negro, aromático y muy fuerte. Mientras, al fondo, las luces de neón del Panamá moderno nos recuerdan que existen otro tipo de diversiones menos tranquilas. Esta dualidad entre lo moderno y lo antiguo será la constante en la capital panameña. Los rascacielos futuristas conviviendo con los vetustos edificios sin restaurar. Los coches de lujo con los “diablos rojos” -las coloristas “güagüas” siempre atiborradas de viajeros- y la estética norteamericana con el incuestionable origen hispano. Orgullo nacional. Negocio nacional La primera y casi obligada parada tras recorrer la ciudad vieja es al verdadero motor económico del país. El que lo ha puesto en el mapa y lo ha convertido en uno de los rincones geoestratégicos más importantes del mundo. Un dato habla por si mismo: casi un 30% de la población panameña vive directa o indirectamente de la actividad que genera el Canal de Panamá. Es el gran negocio nacional. Representa una entrada constante de divisas y sin competencia; un barco cada hora, 24 horas al día, 365 días al año, a 200.000 dólares de media por buque. Para atravesarlo, en condiciones normales, un barco necesita unas diez horas. En el trayecto, de algo más de 80 kilómetros, el navío pasará del Pacífico al Atlántico por tres juegos de esclusas (Miraflores, Gatún y Pedro Miguel) que lo elevarán o descenderán -según el sentido de la marcha- casi 25 metros respecto al otro lado del canal. Por cierto, como curiosidad histórica, hay que señalar que el primer permiso de obras para la construcción del canal fue otorgada en 1819 por el gobierno español, a la sazón, soberano de esas tierras. Desde su inauguración el 15 de agosto de 1914 y hasta 1999 la instalación fue controlada directamente por los norteamericanos, hasta que a raíz de los acuerdos Carter-Torrijos de 1977 pasó hace 13 años a soberanía panameña. En su momento ¿para qué negarlo? eso generó algunas dudas sobre la capacidad real de los panameños para gestionar eficazmente una obra tan compleja y mantenerla al margen de los vaivenes políticos de la región. Sin embargo, tres lustros después, los panameños se muestran muy orgullosos de haber logrado rentabilizar y optimizar el tráfico por el canal aún más que sus antiguos gestores. Y no sólo eso: han acometido la construcción de un segundo canal paralelo al original, que permitirá el paso de buques de mayor tamaño y que debería estar concluido a finales del 2014. Geopolítica al margen, la visita a la que es una de las mayores obras humanas de ingeniería vale la pena. Aunque todo el canal es visitable la zona más habitual es la situada frente a la esclusa de Miraflores, la que corresponde a la salida (o entrada, según se mire) al Pacífico y la más cercana -unos 28 kilómetros- a la capital. El precio de la entrada es bastante económico -5 dólares- y permite observar desde un mirador a muy poca distancia el paso de los navíos a través de las compuertas además de visitar un interesante museo sobre la historia del canal y conocer detalles sobre una obra titánica cuya construcción causó miles de muertos entre accidentes laborales, malaria y fiebre amarilla. Existe también un más que correctísimo restaurante que permite cenar mientras se disfruta del espectáculo del ir y venir de los buques de gran tonelaje. Tanto si es amante de la ingeniería como si no -y aunque el país, lo decíamos al principio, es mucho más que su canal- no se puede visitar Panamá sin rendir visita obligada a este ejemplo de hasta donde es capaz de llegar el ingenio humano cuando se propone metas realmente extraordinarias. Como unir dos océanos. Descifrando las piedras pintadas Dejamos atrás el asfalto de Panamá City y la locura del ir y venir de la maquinaria pesada en el canal para poner rumbo a las montañas. Nos aguarda el otro Panamá, el que vive alejado de los paraísos financieros y los barcos mercantes. Ponemos rumbo al Valle de Antón, un rincón ubicado en el fondo de un cráter, a dos horas de la capital. El lugar recibe su nombre por Antón Martín, el explorador español que lo visitó por primera vez en 1615. Esta situado en la provincia de Coclé, a dos horas de la ciudad de Panamá y destaca por una exuberancia absoluta de fauna y flora. Iremos encontrando a nuestro paso encantadores mercadillos, vendedores de cocos que nos ofrecerán refrescarnos con el agua de sus “pipas” y puestos de olorosa fruta y verdura. Pero más allá de todo esto, el Valle de Antón representa -sobre todo- un destino virgen ideal para quienes desean largos paseos por la naturaleza salvaje, atreviéndose con puentes de madera bamboleantes, pasos estrechos entre rocas forradas de musgo y unos paisajes simplemente indescriptibles. La naturaleza le ha hecho al Valle de Antón el regalo del agua en cualquiera de sus formas más salvajes: ríos, arroyos e incluso fuentes termales al aire libre. Y también en forma de lluvia, claro. Una lluvia repentina, intensa, casi agresiva, que aparece cuando menos lo espera el viajero para desaparecer tal como vino unos instantes después, cargando el ambiente con un calor y una humedad pegajosa que se encargan de recordarle que está en plena selva centroamericana. Nos detenemos en la falda de la “India Dormida”, una montaña de forma característica, en una franja de relativa poca extensión -apenas 6 kilómetros de largo por 5 de ancho- donde nos aguardan, reconcentradas desde cascadas -la mayor es la del Macho- a petroglifos como los de “Piedras Pintadas”. Detengámonos un instante en ellos; quizás el viajero encuentre la clave de su significado ya que nadie ha sido capaz todavía ni de descifrarlos ni de datar con exactitud la fecha en que fueron realizados los extraños símbolos, grabados indeleblemente en la enorme roca granítica. Los dibujos se aprecian claramente en la parte inferior, ocupando unos 30 metros cuadrados, midiendo el mayor de ellos la friolera de ocho metros de ancho por cuatro de alto. La opinión arqueológica mayoritaria les concede una antigüedad aproximada de unos 2.500 años y como en ellos se aprecian claramente rocas, senderos, cascadas y espirales parece haber también casi total unanimidad en considerarlos un mapa. ¿Pero... un mapa adónde? Los lugareños a quienes les pregunte el viajero le responderán con total seriedad que al paraíso perdido. Que la roca es una puerta a otra dimensión. Y que sólo hace falta encontrar la llave. Quizás en el próximo viaje... Visitando a los emberá Hasta 1998 los miembros de la comunidad emberá -”emberá” significa “hombre”- que viven en la orilla del río Chagres no recibían visitantes. Voluntariamente aislados y autosuficientes en lo esencial, no sentían necesidad alguna de contacto con el exterior. Sin embargo, la dificultad cada vez mayor de extraer recursos del entorno -un parque natural protegidísimo en el que se limitan incluso las pequeñas plantaciones de supervivencia y no se permite recoger otra madera que no sea la que ya flota en el agua- ha obligado a estos indígenas a abrirse al mundo y aceptar alojar a pequeños grupos de turistas/aventureros en su comunidad de 20 familias y 78 personas. A la comunidad emberá se llega tras una hora larga de canoa por las turbias aguas del Chagres. La embarcación, un larguísimo tronco hueco impulsado por un desvencijado fuera borda, se antoja demasiado estrecha e inestable para enfrentarse al enorme río, antigua ruta de piratas fluviales, preñado de vegetación flotante y en cuya superficie -de vez en cuando- asoma amenazante el reflejo de alguna serpiente de agua o algún cocodrilo. Mal sitio para caerse al agua éste al que el propio Cristóbal Colón llamó en 1502 el “río de los lagartos”... aunque no deberíamos temer demasiado a tenor de la asombrosa pericia al timón de los guías emberá. O no tan asombrosa, en realidad, ya que el río es -ni más ni menos- su hogar y los emberá aprenden a ir en canoa casi al mismo tiempo que a caminar. El recibimiento es amable... -un educado “Mana jaba ”, “¿Cómo están?”- aunque distante. En ningún momento dejan nuestros anfitriones de ser correctos... pero tampoco disimulan que a no todos los emberá les gusta esta apertura más allá del río y que se da más por obligación que por devoción. Solo Antonito Sarco, a quien la comunidad ha elegido como portavoz ante los visitantes, se muestra realmente encantado con nuestra llegada. La mayoría sigue viendo al extranjero como un potencial peligro para su identidad aunque la realidad es que la tribu obtiene ya casi el 50% de sus ingresos por esta vía. Solamente dos jóvenes de toda la comunidad -un chico y una chica- siguen estudios superiores en Panamá City. Dos veces a la semana cambian su “paruma” -pareo- por unos vaqueros y se calzan zapatos para descender por el río e ir a estudiar. El resto de la comunidad prefiere vivir de espaldas a la populosa capital. Seguramente por ello, hasta el momento y afortunadamente, la llegada de un puñado de canoas con visitantes ávidos de autenticidad étnica no ha pervertido aún su cultura. Los emberá siguen vistiendo, actuando, pescando y comiendo exactamente igual que lo hacían antes. Dignos y orgullosos se resisten a convertirse en un mero espectáculo para turistas a cambio de unas monedas, como ha ocurrido con otras poblaciones indígenas. El tiempo dirá si lo logran. Mientras tanto ofrecen su hospitalidad a quien quiera conocerles... pero dejando muy claro que es el visitante quien debe adaptarse a sus palapas -chozas-, a su dieta a base de tilapia frita con “patacones” y a su pausado ritmo de vida. En esa parte del Chagres no hay bungalows ni hoteles con encanto. No hay más luz que la del sol, más calefacción que el fuego que arde en cada choza y más agua corriente que la que ofrece el río. La tilapia, por cierto, es una carpa de gran tamaño que se sirve refrita en aceite de coco y acompañada por rodajas de plátano igualmente fritas, los “patacones”. Se come, obviamente, con la mano y envuelto en hojas de palmera... y es absolutamente delicioso. La comida la cocinan las mujeres al calor de la hoguera, en una olla requemada que desprende un agradable olor dulzón. Pese a que ello pudiera hacer pensar lo contrario, los emberá son claramente un matriarcado. La mujer es la responsable de la cocina, la administración y la educación no porque se consideren dichas tareas “cosa de mujeres” o “menores” sino, al contrario, porque se consideran las más importantes de la comunidad. Los núcleos familiares giran siempre alrededor de las mujeres de la casa. Aunque teóricamente católicos, lo cierto es que dicha condición es meramente formal. En la práctica estos nativos panameños viven una religión muy personal mucho más cercana al animismo que al cristianismo. Creen firmemente que las montañas y los ríos, el cielo y la tierra, determinados lugares característicos y el sol y la luna tienen cierta “alma” y que se merecen respeto y veneración. Cada comunidad cuenta con un chamán/curandero responsable, igualmente, de velar por la salud de los miembros. Excepto para algunos casos muy, muy graves que requieren el desplazamiento en canoa hasta los dispensarios de Darién, el resto de necesidades sanitarias se cubre a través de los conocimientos sobre hierbas del chamán. Tras una jornada, pasadísima por agua, de convivencia con la última de las grandes tribus aisladas de indígenas panameños llega el momento de abandonar la ribera del Chagres y a los emberá con sentimientos contradictorios. Por una parte el de admiración por su autenticidad, por su respeto a sus tradiciones y a su entorno y por su naturalidad. Por otra ¿para qué negarlo? la sensación agridulce de estar asistiendo, quizás, al fin de su estilo de vida. La experiencia demuestra que ninguna comunidad indígena americana o africana ha sido capaz, a la larga, de resistirse a la llegada del dinero fácil del turismo. Que todas terminan convirtiéndose en parodias de sí mismas o en meras vendedoras de souvenirs baratos. Mantengo la esperanza de que los emberá consigan, Y espero no haber sido, en cierto modo, cómplice involuntario si no lo logran. Al sol del Caribe Cambiamos de tercio. Un pequeño bimotor nos lleva de la selva densa, húmeda y salvaje que rodea el Chagres hasta el Caribe. Nos esperan el sol, la alegría de vivir y las playas paradisíacas -regadas por el Pacífico- de Bocas del Toro. En el Caribe el tiempo se mide de otra forma; téngalo en cuenta el viajero que, por primera vez, descubra el placer de la simpatía indolente de los caribeños. En Bocas del Toro viven 15.000 personas... y todas ellas lo hacen del turismo. Con todo, el lugar ha sabido mantener su encanto original de pequeño puerto pirata. No encontraremos grandes “resorts” ni monstruos de cemento en primera línea de playa. Los alojamiento siguen pasando por pequeños hoteles y palafitos de madera, pintados de colores vivos y permanentes hamacas instaladas en la entrada invitando a relajarse mirando el agua de color turquesa. Las edificaciones -la mayoría de dos pisos- se abigarran alrededor de los pantalanes así como las embarcaciones, que son el vehículo habitual de desplazamiento. En las abigarradas casas de madera pintada apenas se va a dormir... y poco. En el Caribe se vive al aire libre y bajo el sol. Tampoco debe sorprenderse el viajero si, la primera vez que se dirijan a él, no entiende absolutamente nada de lo que le dicen los lugareños. Porque aunque el idioma oficial es el español y, por supuesto, todos lo hablan a la perfección seguramente su primer saludo será un incomprensible “wapin, wapin”. Y es que entre ellos hablan un extraño dialecto denominado “wari-wari” consistente en un batiburrillo de inglés fonético, español y criollo. “Wapin” sería, por tanto, una versión caribeña del “What happening” -¿Qué pasa?- inglés. Si alguien le pregunta si quiere un “chingongo”, no se lo tome a mal... le está ofreciendo amablemente un chicle -una derivación de “Chewing gum”- o si su guía les dice que disculpen el retraso, que está destemplado porque ha pasado una “naitafón”, no corra a vacunarse. No es contagioso. Se trata de una “noche de diversión” -“Night of fun”-. Una vez acostumbrados.. o casi... a la jerga local una buena manera de empezar a vivir a oferta de Bocas del Toro es disfrutar del espectáculo de los delfines en libertad que habitan su entorno. Las barcas que por doquier ofrecen este servicio nos acercarán apenas a palmos... aunque estos juguetones y caprichosos cetáceos no siempre aparecen por donde se les espera. El viajero no debe perderse tampoco ni la Playa Rana Roja ni la de las Estrellas. La primera no es de las más bonitas pero, en cambio, se ha convertido en un edén de los surfistas ya que permite hacer surf a placer y casi en solitario. La segunda se corresponde a la imagen arquetípica de una playa caribeña: largas palmeras, arena blanca, aguas verdes... y centenares de estrellas de mar -por supuesto protegidas y a las que hay que procurar no pisar al tomar un baño- en la orilla. Un espectáculo de la naturaleza que la convierte en una de las playas más visitadas de la zona. Si tanto baño y tanta exuberancia abren el apetito, una buena recomendación para comer puede ser un “rondón”, un estofado de verdura y pescado cocidos en leche de coco o una langosta a la parrilla acompañada de”raisanpin”, arroz con coco, y picante a gusto del comensal. Echando ya de menos el Caribe, el bimotor Fokker vuelve a despegar para llevarnos rumbo a la City y poner punto final a nuestro viaje. En plena aproximación, justo antes de aterrizar en la capital, desde la ventanilla del avión se distingue claramente la larguísima hilera de buques que esperan su turno para cruzar el canal. Recuerdo que a la ida me impresionó el espectáculo. A la vuelta, menos. Entonces no sabía que Panamá es mucho, muchísimo más que su canal. |
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